¡Que viva el día de muertos!

¡Que viva el día de muertos!

Por Francisco Acosta Velázquez. 

Los recuerdos regresan atados unos a los otros como formando un largo collar para adornar el arco de la ofrenda o como rosario, diría doña Catita, pues los rezos también vienen con ellos, con los muertos en su día, el día de los muertos, ritual que inicia el 18 de octubre con la cosecha de las flores, el día de San Lucas y que termina el día dos de noviembre cuando retornan al Mictlán; la celebración pagano religiosa más importante para quienes habitamos este México milenario, quizá tan sólo por detrás de la Semana Santa.

Cómo no hablar de esos “ayeres” si forman parte de la historia personal pero también de la visión del mundo y de la vida de una época en la que ni el correo electrónico, las iPads, ni  los teléfonos celulares existían y, el “Halloween”, todavía no hacía estragos en nuestras costumbres, aunque en las universidades ya se hablaba de transculturización, la adopción de formas culturales que provienen de otro grupo o comunidad.

¡Huele a flores! Fueron los días de los mercados llenos, de todas un poco, cempasúchil y mano de león por montones, de los que se fueron haciendo los ramos “doceneros” que envueltos en periódico y atados con “mecate” cargábamos mientras las “Doñitas” seguían con las compras. Un gran paseo por el mercado. 

Ver esos “tendederos” de papel picado en las entradas de los centros de abasto fue siempre todo un espectáculo; lo mismo mostraban una caja de muerto con todo y su cruz que una simpática calaca, tilica y flaca obviamente, sentada a la mesa dándose un atracón; la singular “Calavera Garbancera” de Posadas, que después bautizara Diego Rivera como “La Catrina”, nombre con el que se le conoció, al recuerdo, en la década de los 60 del pasado siglo XX.

Olor a incienso, sahumerio en barro, misticismo en el ambiente, copal, se mezclaron con el aroma de las limas, las naranjas, las jícamas, los plátanos, macho y tabasco, con que fueron agasajados los “visitantes”, nuestros muertos pues, sin faltar en la mesa de la ofrenda una cervecita, un “fuertecito”, agua de chía y de limón, según gustara el difuntito.

Se compraba igual piloncillo para hacer dulce de calabaza, o para ponerle al café, el que preparaba en olla y que en esos días Inesita nos traía de su natal Molango y que tostaba y molía en casa para que no sólo fuera más aromático sino “más que fresquecito, como ellos se lo merecen”, nos decía y bueno, los vivos también los disfrutamos, de trago o en pequeños sorbos. 

Llegaba el día de muertos y con él un par de días de descanso que se volvieron romería; no faltó casa en la que no se pusiera un altar para recibir a “sus muertitos”, para convidar al vecindario, para organizar el baile, en el que se veían calacas, momias, lloronas, aunque aparecían ya brujitas y vampiros, frankensteins y zombies. Algunos parientes, amigos, invitados, seguro los habían visto en el “norte”. 

El santo aroma de la cocina viene también: Olor a chile y ajonjolí tostado, a chocolate y nuez, a abuelas que en sus fogones parecían generalas mientras mezclaron los ingredientes de esos moles, verdes y rojizos que no a pocos hicieron chuparse los dedos. Olor a manteca y carne de cerdo, a tamales en hoja de maíz y en hoja de plátano también. Trabucos, zacahuil envueltos en hoja de plátano, el vecindario fue también un gran espacio para un encuentro gastronómico del estado, sus municipios, sus regiones y también otros platillos del México nuestro. 

Mientras llegaron el 31 de octubre los santos inocentes, el 1 los fieles difuntos y el 2 todos santos, nosotros confeccionamos unas linternas que tenían al petróleo como combustible y un “cacho de tela” como mecha para iluminarles el camino a los fieles difuntos y para iluminarnos el nuestro pues fueron los tiempos de pedir “calaverita”; por otros lares el “trick or treat”, cuando el truco o trato “jalogüinero” ganaba terreno. 

Como la costumbre y tradición nos lo marcó fuimos de casa en casa y llenamos los bolsillos de dulces y fruta, de monedas de cobre y también de plata, unas con la efigie de Doña Josefa otras con Cuauhtémoc y las más preciadas con el rostro de Morelos: palabras mayores cuando caía un chinicuil o billete de a peso y más aún, si algún despistado generoso nos convidaba para todos un “ojo de gringa”, sí, sí, acertó, un billete de 50 pesos. 

“Me da mi calaverita” fue siempre el “grito de guerra” y la generosidad y solidaridad vecinal la respuesta socorrida. “Ah qué tiempos aquellos señor Don Simón” diría Sara García o Joaquín Pardavé, o que se yo, en aquellas viejas películas en blanco y negro que pasaban en la tele, en las que miramos cintas de verdadero culto: Maclovia primero, Macario después.  

Con los bolsillos llenos y el corazón rebosante fuimos creciendo y fuimos siendo reemplazados por nuestros hijos que en la víspera guardaron en el baúl de los recuerdos no sólo las lámparas de petróleo y la petición de “la calaverita”, no solo una tradición sino una parte de la historia, la nuestra, que se va quedado sin su día de muertos. Del Mictlán, al Halloween, de la celebración–ritual en el panteón a la fiesta en casa, en salón, en el antro. 

Olor a incienso, a fruta y dulce de calabaza, a cebo y parafina, a recuerdos de esos “ayeres” en los que nuestros muertos nos hicieron vivir días inolvidables, esos que nada tuvieron que ver con la adopción social de fenómenos culturales y otras prácticas no propias de nuestra cultural, de nuestra identidad, de nuestra esencia, de nuestras raíces. 

Más generoso sigue siendo el destino hoy en tiempos de la era digital cuando regresa el grito de guerra, “me da mi calaverita”, el que se ahogó en la garganta de los viejos y otros no tanto, el mismo que suena a nostalgia y a reencuentro, después de estos años de pandemia donde la vida misma nos presentó el ayer como los buenos tiempos.

Un reencuentro con los muertos, con la vida cotidiana, con el rumor del viento y la algarabía de quienes desempolvaron no sólo las viejas lámparas de petróleo sino las enseñanzas de nuestros queridos viejos, los padres ausentes, los abuelos que antes se fueron, la historia de un pueblo, la historia de muchos, para volver todos juntos una vez más. 

Olor a parafina, a frutas y pan, a café y aguardiente, a mole y pipián, a dulce de calabazate, a copal; no hay ausencia, es presencia viva; es la historia del México de ayer que es el de hoy, es la historia pasada y reciente de quienes hoy también estamos renaciendo con quienes dejan por unos días el Mictlán y pasan lista de presentes. ¡Que viva el día de muertos!

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