Por: Mauricio Hernández Sarvide
El hombre siempre ha necesitado a la naturaleza. No solo por salud, sino por admiración porque, ¿Cuántas veces no nos detenemos a admirar el color de las flores o las copas de los árboles que se mezclan con el cielo?, ¿A quién no le gusta el olor a tierra mojada después de la lluvia? o ¿Quién no disfruta ver un arcoíris?
La vida citadina y el desarrollo urbano nos han privado de habitar entre todos estos pequeños placeres, al menos de forma inmediata. Pero algunos se resisten. Al contrario de muchos, buscan crear su propio cachito de naturaleza. Uno se preguntaría: ¿Dónde hacerlo si ya no hay espacio, si ya todo está ocupado? Pero algunos además de preocupados, son afortunados porque su casa tiene un jardín.
Precisamente para explicar su importancia, por más insignificante que parezca, recurriré a un personaje que más que hablar, pinta, pero más que pintar, retrata: Claude Monet.

Nacido en Francia en 1840, Claude, era un ferviente perseguidor de las distintas luces del día, del aire libre y de los colores de la Tierra. No tenía muchos recursos, pero supo sacarle provecho a la única fuente de belleza inagotable en el mundo: La naturaleza.
Su estilo era más que una innovación, un experimento en aquella época. Cuadros dotados de “manchas” con variaciones tan coloridas como bizarras. Sin embargo, estas peculiaridades fueron las que catapultaron a Monet como uno de los grandes y consecuentemente, lo convirtieron sin querer, en el padre del impresionismo.
Casi siempre retrató objetos, específicamente escenarios que le regalaba la naturaleza, su naturaleza, al menos el cachito especial de su casa, su jardín. En esta pintura de sus jardines en Argenteuil, aparecen distintos elementos interesantemente contrastados. A simple vista, uno creería que los protagonistas son las dos personas del fondo, pero no. Quizás pueda ser la casa del pintor que aquí retrata (Su última residencia, por cierto) pero no. Tal vez sea el cielo teñido de nubosidad densa con destellos azules, pero de nuevo es incorrecto. Las protagonistas en este caso, están vivas, al menos lo estuvieron en este retrato: las flores. Amarillas, blancas, rojas, naranjas e incluso algunas con destellos azules.

Ellas son las que ocupan la mayor parte del cuadro, pero también vislumbran un pedazo de la cosmovisión del artista, que se resume grandiosamente con una de sus frases “la riqueza que logro proviene de la naturaleza, la fuente de mi inspiración”. Por ello el peso que les da a ellas y a su jardín en el cuadro.
Claude Monet comprendía el valor que tiene lo natural en nosotros y me da la impresión (claro que se permite el término) que justamente, esos momentos de apreciación, calma y desconexión, eran lo que en realidad quería retratar y así, instruirnos a revalorizar a la naturaleza y a regresar por un momento a aquellos tiempos, donde nuestros ancestros eran uno con ella.
Yo también conocí a alguien que adoraba su jardín, casi tanto como Claude. Todos los días se sentaba en la cabecera del comedor. Su lugar era el más cerca a sus plantitas y era el que más luz recibía. Cuando no estaba ahí, era porque disfrutaba del sol afuera, con sus flores, así como Monet. Sus historias, sus atinados comentarios y todos sus chistes, los recuerdo con ese jardín de fondo y con una inmensa alegría.
Hoy las flores y su árbol de limones siguen ahí, el sol sigue pegando todos los días en el mismo lugar, pero la luz ya no es igual y la silla, está vacía. Ahora comprendo que en realidad el sol no iluminaba ese comedor, sino tú.

Por favor descansa un poco, ese oficio de llevar luz puede ser agotador. Gracias porque cuando el panorama se tornó oscuro, fuiste el destello que necesité. Gracias porque no solo nos iluminaste, sino que nos cobijaste con calor, esperanza y sobre todo con amor.
Seguramente entre aficionados de la Tierra, se van a entender de maravilla. Así que, ya que estás allá arriba, presúmele tu jardín a Monet. Dile que el tuyo es mejor. Pero presúmele más que en tu jardín no se necesitaba del sol, dile que, en el tuyo, la luz eras tú.