Por: Zaira Valeria Hernández Martínez
Este mes, más que en ningún otro, he comprendido que la fortaleza no siempre se demuestra resistiendo en soledad, sino sabiendo pedir ayuda. He mirado hacia atrás con honestidad y he reconocido las veces que dejé entrar a personas que no aportaban, que llegaban desde su propio caos y lo derramaban en mi vida. Lo hice con la intención de acompañar, de cuidar, de sostener… pero también lo hice desde la herida. Desde la necesidad de sentirme acompañada, aunque fuera por presencias equivocadas.
A veces el abismo no se siente como una caída, sino como una estancia. Una rutina silenciosa donde, por la necesidad de sentirnos acompañados, permitimos entrar a quienes traen más sombra que luz. Personas rotas, caóticas, que —aunque uno intente abrazarlas desde el cuidado— no se dejan ayudar porque su dolor las ha vuelto inhabitables. El error no está en tener empatía, sino en entregarse al punto de descuidarse, de perderse uno mismo en el intento de rescatar a otro. Hoy reconozco con serenidad que permitir ciertas presencias en mi vida fue consecuencia de una soledad profunda, una que disfrazaba de fortaleza la falta de límites y de compañía sana.
Durante mucho tiempo confundí estar sola con sentirme sola. Me acostumbré a resolver, a cuidar, a resistir. Sin embargo, en esa resistencia me alejé de quienes realmente siempre estuvieron: mi familia. A veces el amor familiar no se manifiesta como uno espera; no grita, no exige, no impone. Simplemente está. Y cuando más perdida me sentía, fueron ellos quienes empezaron a construir con pequeños gestos una red invisible para sostenerme. Una llamada, un mensaje, una comida compartida. Detalles que, en conjunto, significaron: “te vemos, no estás sola”.
Aceptar que uno no puede con todo no es señal de debilidad, sino de madurez. El ego —esa voz que insiste en que nadie te entiende o que tú puedes sola— es un mal consejero en tiempos difíciles. Por eso hoy hablo del poder del apoyo: de permitirte sentirte vulnerable y abrirte a recibir. Porque no todo acompañamiento es positivo. Hay compañías que succionan, que contaminan, que distraen del propósito personal. Por eso es vital aprender a distinguir: ¿quién aporta?, ¿quién suma?, ¿quién escucha sin juzgar?
Este mes me reconozco, pero también reconozco a los míos. A quienes supieron leer en mi silencio una súplica. A quienes me ayudaron a regresar a mí, no desde el juicio, sino desde el amor. Y sí, quizás crecí creyendo que debía hacerlo sola, pero también comprendí que la autonomía no excluye el afecto. La independencia emocional no se trata de cerrar puertas, sino de saber elegir a quiénes abrirlas.
Hoy sé que mi familia es mi mejor aliada. Que estar sola no implica estar sin respaldo. Y que cuando se elige bien, también hay amigos, mentores, compañeros de camino que pueden ser red de seguridad. La vida siempre pondrá en el camino a personas quebradas, pero también nos enseña que no somos responsables de curarlas, sólo de cuidar nuestro propio equilibrio.
Buscar aliados no es señal de debilidad, sino de sabiduría. Porque incluso el alma más fuerte necesita, a veces, un abrazo que la recuerde quién es.
Reflexión para ti, que me lees:
Si hoy te sientes sola, confundida o cansada de dar sin recibir, haz una pausa. Observa con sinceridad quién está realmente ahí para ti, sin máscaras ni condiciones. Tal vez, como me pasó a mí, descubrirás que no estás sola, sólo has estado mirando en otra dirección. Permítete soltar lo que resta y abrir los brazos a quienes suman. La red que te sostiene puede estar más cerca de lo que imaginas… pero empieza por ti. Tú eres el primer refugio que debes cuidar.
