Entre la vocación y los silencios: Liderazgo político y activismo.

Entre la vocación y los silencios: Liderazgo político y activismo.

Por: Zaira Valeria Hernández Martínez

Ser mujer, activista y política en un contexto que exige respuestas inmediatas y resultados visibles no es tarea sencilla. Implica navegar por espacios donde constantemente se cuestiona nuestra capacidad, donde los estándares son más rigurosos y donde cada decisión tiene consecuencias que alcanzan no solo lo profesional, sino también lo personal. Liderar proyectos, impulsar cambios y alzar la voz por causas justas mientras se cumplen otros roles, como el de madre, hija, pareja o amiga, representa un reto constante que demanda una entrega total, pero también una enorme fortaleza emocional.

El activismo y la vida política me han llevado a recorrer caminos transformadores, pero también solitarios. Una de las verdades menos dichas de este recorrido es la necesidad de soltar. Soltar amistades que ya no comprenden tus prioridades, relaciones que se sienten amenazadas por tu crecimiento, entornos que antes eran cómodos pero que ahora resultan restrictivos. Es doloroso descubrir que el ascenso profesional y el desarrollo emocional conllevan un precio que muchas veces se paga con silencios, con despedidas no dichas, con miradas que se desvanecen y espacios que se vacían.

El liderazgo implica transformarse y, con ello, romper con expectativas ajenas. Ya no encajas en las mismas conversaciones, en los mismos círculos. El cambio interior se proyecta hacia fuera, y muchas veces eso incomoda. Ser mujer en la esfera pública añade una capa más de complejidad: los estereotipos, la vigilancia constante, la exigencia de perfección y, por si fuera poco, la sospecha. En ocasiones, el mayor desafío no es el adversario político, sino la deslealtad de quienes decías cercanos, la traición que llega disfrazada de apoyo, la posibilidad constante de que te utilicen, de que te lastimen por intereses personales.

Aprender a identificar las intenciones ocultas, a leer los silencios y a confiar en la intuición es una herramienta vital para sobrevivir emocionalmente en estos espacios. Se vuelve necesario cuestionar incluso las sonrisas amables y las palabras de aliento, porque muchas veces esconden agendas personales. No se trata de vivir con miedo, sino de desarrollar una conciencia crítica que te permita avanzar sin dejarte desgastar por lo que no suma.

Frente a ello, he aprendido a blindar mi corazón sin perder la sensibilidad que me trajo hasta aquí. Liderar sin endurecerse por completo es un acto de equilibrio constante. Por eso, para sostener el activismo y la participación política sin descuidar lo personal, he tenido que construir estrategias que me sostengan desde dentro. Rodearme de personas que nutran y no absorban, establecer límites claros, dedicar tiempo a lo que me conecta con mi esencia: escribir, caminar, compartir con mi hijo. No todo es agenda, reuniones y discursos. Lo humano también necesita su espacio. También comprendí que pedir ayuda no es una muestra de debilidad, sino de inteligencia.

Las redes de apoyo, ya sean familiares, amigos o colegas, se convierten en pilares fundamentales para mantener el equilibrio entre la maternidad, el trabajo y el activismo. No tenemos que hacerlo todo solas. Compartir responsabilidades, delegar y aceptar que no siempre podemos con todo es parte del aprendizaje. He aprendido que el liderazgo verdadero nace de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre el compromiso externo y el bienestar interno. El activismo no es solo un ejercicio de acción, también lo es de resistencia emocional. Cada proyecto que encabezo es una extensión de mi historia, de mis heridas y de mis sueños. Y aunque el camino duela, aunque muchas veces haya que caminar sola, sé que vale la pena.

Porque liderar es también abrir camino para otras. Es demostrar que sí se puede crecer sin pedir perdón por hacerlo, que sí se puede ser mujer, madre, amiga, y al mismo tiempo constructora de futuro. Sí, hay un costo. Pero también hay una fuerza que crece con cada paso firme, con cada límite trazado, con cada verdad dicha en voz alta. Las cicatrices que deja este andar no son debilidades, son medallas silenciosas que nos recuerdan de dónde venimos y por qué seguimos.

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