Por: Mauricio Hernández Sarvide
Siempre es reconfortante cuando logramos cambiar la percepción adquirida sobre alguna cosa. Cuestionar lo aparentemente definitivo, nos hace divagar, pensar y reflexionar. Este proceso puede ser producto de una profunda introspección. Otras veces, se logra expresándonos, comunicándonos, pero sobre todo conversando.
La conversación es un arte bilateral. Requiere de dos individuos, de dos partes que se sintonicen mutuamente a un mismo ritmo equitativo. Es un espacio que da lugar a cualquier tema y a cualquier expresión, siempre y cuando ambas partes fluyan.
En ese ejercicio de continuo intercambio eso es lo principal, fluir, si hay una constante descarga de información se genera una charla estimulante. En ocasiones dicha charla posee tanta fluidez e interés, que lo real comienza a distorsionarse: el nivel de atención se eleva, los argumentos se esclarecen y el tiempo parece infinito. Incluso, dependiendo de la intensidad de dicha distorsión, a veces hasta uno siente que vuela.
René Magritte fue un pintor nacido en 1898 en Lessines, Bélgica. Sus obras están plagadas de simbolismos surrealistas que juegan precisamente con la percepción otorgada y socialmente aceptada de lo cotidiano. René se distinguió por su ingenio y por encontrarle “esencia” a lo que hacemos todos los días, agregando elementos fantásticos en contextos poco comunes.

“L’Art de la Conversation” (El Arte de la Conversación) es una obra que posee todos los elementos anteriores. En el cuadro se observan a dos individuos con vestimenta formal “flotando” mientras aparentemente sostienen una plática. En la parte inferior se denota un sendero rodeado de montañas y algunos pastizales en diferentes tonos, mientras que en el resto de la pintura ocupando casi tres cuartos del lienzo, aparece un fondo con nubes iluminadas por el sol sin ser demasiado imponentes.
A primera vista el significado de la obra es simple. Tener una buena conversación da la sensación de estar volando justo porque todo lo demás deja de existir. El foco está en lo que se escucha y en lo que se dice. El artista lo pintó de esta manera para recargar el valor de la charla por sobre todo lo demás. Cabe resaltar también el camino que aparentemente no siguen pero que sin duda era su ruta de quienes flotan. Además, la inmensidad del cielo evoca una sensación de infinidad, como si todo lo demás pasara a segundo plano mientras se prioriza el intercambio.

Genuinamente comparto esta percepción con Don René. Charlar no solo nos dota de información, sino que de cierta manera nutre y satisface una necesidad primordial en el hombre, comunicarse. Sin embargo, cuando la plática salta este deber fisiológico, se vuelve otra cosa.
Creo que más allá de tener un tema interesante, una anécdota entretenida o un argumento bien fundamentado; lo principal en una conversación, es el intento de comprensión del otro. Y digo intento porque en ocasiones nos pueden estar hablando de algo que no entendemos, pero siempre y cuando el esfuerzo por explicarse y entender al otro sea mutuo y presente, la conversación se vuelve un arte.
Lo más impresionante de esto, es que no es necesario vestirse como los señores de la obra ni caminar por un paisaje como el retratado. Esta forma artística se puede conseguir si uno se relaja, se sienta en un lugar cómodo, se despeja la mente y pone atención a lo que la persona de a lado está diciendo. Es decir, intenta sintonizar con ella y entonces ocurre…

Sin darte cuenta, ¡Puf! repentinamente, te encuentras en un atardecer de domingo, mirando esa persona a los ojos y empiezas a apreciar una suave voz recitando su mundo a lado tuyo. Empiezas a apreciar sus particularidades: sus gestos, su risa, la forma de su rostro, la posición de sus manos, su elección de palabras, su narrativa y lo demás deja de importar. Estás inmerso en ese momento siguiendo el hilo de lo que dice y para cuando te das cuenta, ya estás flotando. Así nomás, anonadado e impulsado, por el vuelo de las palabras.